Todavía no entiendo por qué el
cine de terror más comercial sigue empleando los sustos fáciles, los
sobresaltos y esas tonterías que, en vez de dar miedo, lo que hacen es señalar
una falta de talento considerable.
La industria debe concienciarse
de que lo que funciona, el camino correcto, es La Bruja. No la película en sí misma, claro, sino las materias
primas que la componen. Ahí está la clave para realizar una buena película de
terror, aunque por desgracia todo esto que estoy diciendo es una gran utopía,
puesto que el principal motivo de que el cine de terror comercial sea tan
mediocre no es la industria, sino el público que demanda esos subproductos. A
fin de cuentas esto es un negocio.
Lo digo y lo seguiré diciendo
mientras la situación sea la misma: el 99% de las películas de terror buenas o
interesantes están en el terreno independiente, no en el comercial.
Y tras este sermón, paso a contar
algunas cosillas a cerca de La Bruja,
la genial película del debutante Robert Eggers, un director del que a partir de
ahora quiero ver todo lo que haga.
La trama es sencilla. Una familia
de la Nueva Inglaterra
del S. XVII es desterrada, no sabemos exactamente por qué, de su pueblo. De
esta forma se ven obligados a marcharse e instalarse en una granja en mitad del
páramo, junto al bosque. A partir de aquí empieza el mal rollo, la ruina y los
problemas, porque resulta que en ese bosque habita una horrible bruja que se
dedicará a acosarlos.
Tenemos todos los ingredientes
para una película chusca y saturada de sustos fáciles, pero en vez de eso lo
que encontramos es una cinta cocinada a fuego lento, más preocupada por crear
atmósfera y ser realista que por dar miedo… y por eso da miedo.
Dejando a un lado las varias
secuencias perturbadoras que hay salpicadas a lo largo del metraje, lo que
Eggers pretende resaltar por encima de todo es ese clima de inquietud
constante, de incertidumbre y de no saber a ciencia cierta qué está ocurriendo
con la familia protagonista, la cual posee unas fortísimas creencias religiosas
cercanas al fanatismo. Este último dato ayuda a que el espectador pueda llegar
a pensar que todo lo relacionado con la bruja no es más que una alucinación, un
caso de
histeria colectiva que afecta a la familia.
Por suerte los tiros no van
por ahí, y aunque el tono de la película es realista y verosímil, Eggers no se
priva de incluir brujas de verdad, con escobas, narices ganchudas y toda la
parafernalia propia de estos personajes. De hecho, hasta se permite introducir
al mismísimo Satán en la historia. ¿Se resiente entonces ese realismo del que
hablaba antes? No, porque todos estos ingredientes están introducidos de forma
sabia y sutil, sin abusar de la presencia de elementos fantásticos. Tenemos una
magistral mezcla de realismo y fantasía tan bien combinada que no solo no chirría,
sino que resulta perturbadora. ¿Por qué? Porque te la crees. Porque se evoca
más de lo que se muestra, incluso siendo explícita cuando la situación lo
requiere. El truco está en que nunca se recrea más de lo estrictamente
necesario.
Por desgracia el tono y el ritmo
de la cinta no van acordes con el gusto general del espectador de ahora, el
cual se aburre con una facilidad pasmosa y preocupante. De modo que dudo mucho
que esta joya, ya no del terror, sino del cine actual, a medio camino entre El Resplandor, Häxan y El proyecto de la Bruja de Blair,
reciba el reconocimiento, la acogida y el interés que merece.
Una película que impacta y dejará
poso en el espectador que sepa apreciar sus muchas virtudes.
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